El tercero

Un tercero sin ascensor, con una escalera estrecha, antigua y descolorida, digna de una película de terror; pero era el apartamento más bonito que había visto en mi vida: luminoso, tranquilo, con mucho espacio y amueblado. En el momento en que lo vi pensé que por fin había encontrado mi hogar y que viviría en él para siempre. Sin embargo, un mes después, aquí estoy, haciendo las maletas. Todavía no sé cómo voy a explicar en la inmobiliaria que quiero venderlo tras haberlo habitado solo un mes. Es de locos, lo sé. Y también sé que si me quedo, viviré en compañía de alguien que no esperaba.

Conocí a mi vecina de enfrente el día posterior a la mudanza. En realidad, no la conocí físicamente, pero supe de su existencia porque cuando llegué del trabajo, mi bonito y recien estrenado felpudo estaba perfectamente colocado delante de su puerta. Sinceramente, me pareció un poco descarado porque no hay más viviendas en este rellano y, por tanto, no había otra persona a la que echarle la culpa. Me armé de valor y decidí tocarle el timbre a Pilar, cuyo nombre estaba grabado en la plaquita dorada de la puerta, para presentarme y decirle amablemente que no volviera a coger mi felpudo. Me parecía hasta absurdo tener que hacerlo, pero ella había empezado.

Nadie respondió ni abrió la puerta, por lo que dejé una nota y recoloqué el felpudo en su sitio. Más tarde, ya por la noche, oí ruidos en el rellano y me acerqué lentamente con la intención de echar un vistazo por la mirilla. A mis pies encontré un papel doblado que Pilar, porque no podía haber sido otra persona, había pasado por debajo de la puerta. “Lo siento, pero yo no he sido” era todo lo que ponía. Me dio la risa. Una parte de mí pensó de repente que quizás se trataba de una mujer mayor con la memoria defectuosa. Sin embargo, al día siguiente, ocurrió lo mismo. Volví a dejar una nota porque Pilar no abría la puerta y, para sorpresa de nadie, Pilar me dejó otra nota exactamente igual a la primera. Me volvió a dar la risa.

Ese mismo día, cuando bajé la basura, llamé a la puerta de una tal Carmen y me abrió una señora bajita, vestida de negro con unas pantuflas rojas. Más o menos la imagen que yo me hacía de Pilar.

  • Hola, soy María, me he mudado al tercero A —le dije con mi cara más amable.
  • Encantada, por fin una vecina joven. Yo soy Carmen, ¿necesitas algo? ¿La casa está bien? Hace décadas que no subo al tercero…

A Carmen, al contrario que a Pilar, sí le apetecía hablar. Tanto que tuve que interrumpirla.

  • Sí, sí. Está todo perfecto. Quería preguntarle por Pilar, mi vecina, aún no he coincidido con ella y… —Carmen no me dejó terminar.
  • Pilar es majísima, es raro que no te la hayas cruzado, está todo el día de aquí para allá. Es soltera, ¿sabes? Pero aún está a tiempo de conocer el amor, todavía es joven, como usted.
  • Perdone, ¿dice que es joven?
  • Claro. Bueno, andará por los cuarenta, la flor de la vida le digo siempre.

Estaba desconcertada. Carmen siguió contándome cosas de Pilar y del resto de vecinos, aunque admito que dejé de escucharla porque lo que me contó de Pilar no me cuadraba con alguien que roba felpudos y miente. Mi atención se centró de nuevo en la anciana tras oír algo de una llave.

  • Disculpe, decía algo de una llave.
  • Digo que debe usted agradecerle a Pilar cómo ha cuidado del piso porque es la única que tiene llave.

Carmen parecía orgullosa de su vecina, pero yo solo podía pensar en que una mujer que me había mentido desvergonzadamente guardaba una llave de mi casa. Confusa, me despedí de mi vecina del segundo y subí a mi piso para pensar en cómo abordaría a Pilar. Todavía no sabía que la batalla con el felpudo solo era el inicio.

A la mañana siguiente, desperté y la lámpara de mi mesita de noche estaba encendida, a pesar de que yo recordaba haberla apagado. No voy a mentir, después de la información que me había dado Carmen, apareció en mi cabeza la imagen de una mujer entrando a mi apartamento y encendiendo la lámpara mientras yo dormía. Me dieron escalofríos y deseché la idea. Aunque la recuperé el día después porque todo fue a peor a partir de la luz encendida. A veces, encontraba en el fregadero una taza que no había usado yo, el felpudo nunca estaba en mi puerta, los ruidos en el salón me despertaban a las cinco de la mañana y las persianas estaban bajadas cuando yo las dejaba siempre a medias. Mi primer pensamiento tras esos episodios era Pilar, pero llegó un momento en que la opción de tener fantasmas también me parecía válida.

Tres semanas allí e iba a volverme loca. Pilar nunca estaba o siempre fingía no estar. Incluso hablé con los de la inmobiliaria, que me dejaron todavía más intrigada. El piso llevaba años en venta, por tanto, nadie se había quejado de la vecina.

La gota que colmó el vaso fue el paraguas. Mientras subía el penúltimo tramo de escaleras, una gota de agua me cayó en la frente. Me asusté pensando que algún grifo se había quedado abierto y, como llevaba horas fuera, había salido el agua hasta el rellano. Pero no, allí estaba apoyado a un lado de la puerta el maldito paraguas chorreando y no había llovido. Me giré y aporreé la puerta de Pilar con todas mis ganas. Esta vez se abrió. Por fin.

Una mujer de mi edad, aproximadamente, con un delantal salpicado de manchas rojas y unos zuecos de goma salió a recibirme. No voy a mentir, a la primera pensé que era sangre, pero olía mucho a tomate.

  • Hola.
  • Hola —le contesté.

Me quedé un poco sin palabras y entonces su mirada fue de mi cara al paraguas.

  • Oh, vaya. Maite me dijo que hoy iba a llover. Disculpa.
  • ¿Maite? ¿Quién es Maite? Hoy no ha llovido —pregunté sin dar crédito.
  • Ya… Bueno… Lo siento.
  • Mira, estoy harta de que me robes el felpudo…
  • Es Maite, lo quita para no tropezarse. Es taxista y trabaja en el turno de noche. Arrastra un poco los pies después de toda la noche conduciendo.
  • No sé de qué me estás hablando, pero no entiendo por qué Maite, que sigo sin saber quién es, quita mi felpudo para entrar en tu casa – le contesté ya desesperada.
  • Maite no vive en mi casa, vive enfrente.

Cada vez estaba más furiosa. Supuse que Pilar me estaba tomando el pelo claramente. Y, de pronto, detrás de mí, la puerta de mi apartamento se abrió y cerró, el paraguas ya no estaba y el sonido de unas pisadas se desvanecía escaleras abajo. Me mareé, perdí un poco el equilibrio y ella me agarró del brazo.

  • ¿Me puedes explicar qué acaba de pasar? —pregunté sin dejar de observar los escalones.
  • Es Maite, se va a trabajar —hizo una pausa y la miré—. Pasa que te lo cuento. Pero vas a pensar que estoy loca.

Sentada en su sofá, con una taza de té y un trozo de bizcocho de limón, escuché perpleja a Pilar. Me contó, con mucha tranquilidad, todo hay que decirlo, que hace muchos años Maite vivió en mi piso y un día desapareció sin más. Ocurrió durante un breve temblor en el edificio. Todos los vecinos salieron a la calle, todos menos ella. Su familia no fue capaz de seguir viviendo allí y se fue. Pilar se quedó muy triste porque era su amiga y se habían criado juntas. Por eso se puso muy contenta cuando, meses después de la desaparición, recibió una nota de Maite diciéndole que la echaba de menos. A Pilar se le ocurrió contestar y dejó la nota delante de la puerta, se quedó allí mirándola y vio como desaparecía. Con el tiempo, Maite y ella encontraron una forma de comunicarse entre ambos mundos y aceptaron que en ocasiones esos mundos se mezclaban, como cuando Maite encendía la luz de su mesita y también se encendía la mía.

Pilar me explicó que era la primera vez que alguien, en décadas, había comprado el piso y que no sabía cómo afrontar la situación. Ni Maite ni ella habían descifrado cómo había pasado, ni cómo Maite estaba viviendo otra vida en otro lugar, pero seguían siendo amigas.

Así que aquí estoy, con las maletas hechas, decidida a dejarle espacio a Maite. Al fin y al cabo, ella está en su casa.


Imagen de Pexels en Pixabay

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