La librería

La librería

Uno de mis momentos favoritos del día es mirar la librería vacía a primera hora, con los rayos de sol iluminando parte de las estanterías y los sillones junto a la ventana. En ese instante aprovecho para tomarme un café y pienso en las ganas que tengo de ver quién nos visita hoy y qué historias salen por esa puerta.

Ayer, por ejemplo, la última clienta del día fue Greta, que se despidió de mí con una gran sonrisa y el libro que acababa de comprar bien apretado contra su pecho, como si fuese el bien más preciado del mundo para ella. Greta tiene 85 años y adora leer. Actualmente, viene dos veces al mes y en cada ocasión me habla entusiasmada sobre lo que más le ha gustado del último libro que se llevó. Mientras me cuenta sus aventuras lectoras ríe, se enfada o llora, y yo no puedo evitar contagiarme, así que también río, me enfado o lloro con ella. Está feo decirlo, pero es mi clienta favorita. Además, ella no lo sabe, pero es la principal razón por la que empecé a trabajar aquí.

Tenía diecisiete años cuando comencé a escaparme del instituto porque la mayoría de clases me resultaban aburridas. Dejaba la mochila en la taquilla, salía por la ventana del baño que daba a la parte de atrás del recinto y saltaba el lado más bajo del muro, lo rodeaba y cruzaba la gran avenida hasta el parque que había delante de la librería. Al principio, no le presté atención a su escaparate ni a las letras doradas del rótulo. De hecho, no me percaté de su existencia durante un tiempo. Sin embargo, estando sentada en un banco del parque, sí me fijé en Greta, aunque por aquel entonces no sabía su nombre. Solo sabía que, por alguna razón, todos los jueves atravesaba el parque por el mismo sitio. La observaba caminar sin prisa, con una gran sonrisa en la cara. Uno de esos días, la seguí con la mirada hasta que salió del parque. Pensé en levantarme y andar tras ella, pero no hizo falta. Se plantó delante del escaparate de la librería. Estuvo allí durante un buen rato hasta que decidió entrar. Me di cuenta de que semana tras semana hacía lo mismo. A veces llegaba la hora de irme a casa y ella todavía no había salido, pero otras, la veía volver a cruzar el parque con un libro envuelto en sus brazos y una sonrisa aún más grande que antes.

Desde mi drama adolescente, me preguntaba cómo los libros, que yo aborrecía por culpa de las clases, hacían tan feliz a aquella mujer. Mi curiosidad fue creciendo y no se me ocurrió otra cosa que empezar a apuntar los títulos que compraba, siempre y cuando lograse distinguirlos desde el banco donde estaba sentada. Si no lo hacía, me acercaba al escaparate e intentaba encontrar una portada parecida a la del libro que se había llevado Greta. Era imposible que pudiera permitirme comprar en la librería cuatro veces al mes, por tanto, acudía a la biblioteca. No siempre tenía la suerte de encontrar los títulos que había anotado, pero cuando lo hacía, las historias que hallaba entre las páginas me absorbían. Y así fue cómo descubrí la lectura y entendí la felicidad de Greta.

La bibliotecaria, encantada con mi interés por la literatura, me recomendaba otras novelas y biografías de autoras y autores clásicos. Incluso me hacía pequeños exámenes mediante preguntas disimuladas para ver si había leído los libros. Supongo que tardó un tiempo en confiar en que de verdad me interesaba leer todas esas novelas.

Mis padres, que ya se habían dado por vencidos con mis escapadas, se alegraron mucho de que al menos dedicase mi atención a algo en concreto y albergaban la esperanza de que al terminar el instituto, fuese a la universidad. Pero, para su decepción inicial, no fue así. Lo primero que hice cuando finalicé el curso, ya cumplidos los dieciocho, fue ir a la librería. Me costó un par de semanas convencer a Mary, la propietaria, de que me diese un empleo allí. Reconozco que fui un poco pesada. Al principio pululaba por la librería un rato y luego me apoyaba en el mostrador y parloteaba sin cesar sobre libros que me habían gustado y hechos sobre la vida de autoras y autores, o también le pedía recomendaciones. Sinceramente, yo me hubiera prohibido la entrada, pero Mary me confesó que le hacía mucha gracia escucharme soltar datos como si fuera una enciclopedia andante. De eso han pasado casi seis años y ahora la librería es mi segundo hogar.  

De repente, suena la campanilla de la entrada. Greta acaba de entrar por la puerta, con su moño blanco y desaliñado, la bufanda de colores que le hizo su nieta y una sonrisa de oreja a oreja. Me extraña porque, como he mencionado, vino ayer. En sus manos lleva un libro y, por un segundo, pasa por mi cabeza la idea de que venga a devolverlo, algo que no ha ocurrido durante todos estos años. Pero cuando dirijo mi vista al libro, me doy cuenta de que está envuelto y me tranquilizo. “Es para ti, hoy es tu cumpleaños”, me dice mientras lo deja en el mostrador. Imagino que Mary se lo contó ayer cuando ambas se arrinconaron junto a las novelas de misterio. Le doy las gracias y lo desenvuelvo: un ejemplar de Frankenstein. Por su aspecto amarillento y las arrugas en el lomo deduzco que no lo acaba de comprar. Lo abro y en la primera página está el sello de la librería. Entonces lo recuerdo: es el mismo que le vendí el primer jueves que vi a Greta desde detrás del mostrador. “Pasa la página”, me pide Greta, impaciente. En la siguiente página, hay una nota con una dedicatoria:

“Para Alice. Aún recuerdo la primera vez que te vi tras el mostrador, me alegré mucho de que por fin estuvieras aquí dentro en vez de en aquel banco del parque, a veces me daban ganas de llevarte una manta y la lista de libros para que no tuvieras que mirarme tan fijamente. Con cariño, Greta”.


Imagen de Hümâ H. Yardım en Unplash

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