El desván

La casa de campo de la abuela era mi lugar favorito del mundo. Cuando era pequeña y mamá me preguntaba si me apetecía ir, la respuesta siempre era un sí rotundo.

Dejaba lo que estaba haciendo en ese momento, corría a ponerme los zapatos y el abrigo, y esperaba a mamá en la puerta. Durante el camino le preguntaba siempre acerca de sus travesuras de la niñez, aunque la mayoría me las sabía de memoria. Nada más llegar, después de aparcar el coche, mamá y yo nos quedábamos un rato mirando la casa. Era bastante grande, gigantesca para mis pequeños ojos, el amarillo de la fachada se había descolorido y la vegetación comenzaba a abrirse paso entre las grietas. La abuela se negaba a restaurar esos detalles, decía que la casa se hacía vieja, como ella, y que le gustaba así. A mí, en realidad, también me gustaba. Además, tenía muchas ventanas y desde dentro podíamos observar todo el verde de los alrededores.

Mientras mamá y la abuela se ponían al día o preparaban algo rico para la merienda, yo recorría las estancias de la primera planta contemplando la inmensa colección de fotografías de la familia. Generaciones y generaciones inmortalizadas en marcos de todos los tamaños. Mamá no entendía por qué la abuela no se deshacía de muchos de ellos o, al menos, por qué no los subía al desván para dejar espacio a nuevos recuerdos. Yo, a su vez, no entendía por qué la abuela se ponía seria cada vez que oía esa palabra: desván.

Hasta que un día le pregunté a mamá sobre ese lugar. “El desván es la última habitación de la casa, arriba del todo, y sirve para guardar trastos viejos. Es la ventana pequeña y redonda que está justo debajo del tejado”, me contestó mi madre. Hasta entonces, no me había dado cuenta de que desde dentro nunca había visto esa ventana. Y, como no podía ser de otra manera, me invadió la curiosidad. Así que unos días después de descubrir la existencia de la habitación misteriosa, decidí explorar la segunda planta de la casa a conciencia porque nunca había visto nada que se pareciese a una escalera. Ese día descubrí por qué.

En la pared de la derecha del pasillo, entre dos habitaciones, había muchos retratos de diferentes tamaños, mucho más antiguos que los de la planta de abajo y llenos de polvo, como si la abuela no subiese nunca hasta aquí. Me acerqué a observarlos para preguntar más tarde por ellos y me fijé en el rostro de una señora muy mayor con expresión de mal humor que me miraba desde un marco pequeño, ligeramente torcido, colgado a la altura de mi pecho. Intenté ponerlo bien y al hacerlo, lo saqué de su sitio. Y allí estaba, la respuesta a mi búsqueda del tesoro: una cerradura. Me agaché un poco y miré por el hueco; en la penumbra distinguí unos escalones de madera. Una sensación de satisfacción se extendió por mi pecho y llegó a mi cara en forma de sonrisa. Fue entonces cuando oí el crujir de la madera. Me giré rápidamente pensando que la abuela o mamá me habían descubierto, pero no había nadie. Aún así, volví a escuchar el mismo sonido. Me apoyé de nuevo en el hueco de la cerradura y ya no podía ver los escalones, algo me impedía hacerlo. Salí corriendo sin pensar y sin devolver el marco a su sitio.

A partir de ese momento, cada vez que subía a la segunda planta, veía el retrato en el suelo, donde lo había dejado. A veces me acercaba despacio, pero en cuanto oía crujir la madera, retrocedía hasta la escalera y me quedaba allí un buen rato preguntándome qué aspecto tendría aquel espacio.

Unos años después, la abuela murió y nos mudamos a la casa durante un tiempo para reformarla y venderla. Mamá quería deshacerse de todo, pero yo no, así que me propuso guardar cosas en el desván. No quise subir y mamá se enfadó mucho porque la abuela me había contagiado su miedo. “No pasa nada, solo es una habitación más donde almacenar cosas y recuerdos. Y necesito tu ayuda si quieres conservar todo esto, no puedo moverlo y subirlo sola. Además, estará hasta arriba de polvo y habrá que limpiar”, me decía mamá mientras daba vueltas entre las cajas y gesticulaba. Al final me convenció.

La escalera que yo había vislumbrado años atrás llevaba a una estancia que ocupaba todo lo ancho y largo de la casa, y estaba hasta los topes de cosas. No dejaba de preguntarme cómo el suelo soportaba todo lo que había dentro y no se desplomaba sobre las habitaciones de abajo.

Tardamos unas dos semanas en revisar, limpiar y ordenar. Mamá no parecía notar nada, pero a mí me daban miedo las sombras y los ruidos, la puerta que se cerraba sin haberla dejado abierta, la madera que crujía constamente, un espejo que se rompía, pero seguía intacto; los muebles olvidados y el camisón polvoriento colgado en el perchero que se movía sin haber corriente. Incluso la mecedora de la abuela, que se mecía como si la abuela todavía existiese.

Al final, nos quedamos a vivir porque mamá no consiguió vender la casa. En realidad, creo que nunca quiso hacerlo, pero no quería admitirlo porque siempre decía aquello de deshacerse de las cosas y, en el fondo, era incapaz de seguir sus propias palabras.

El tiempo pasó y mamá también se fue sin haberse deshecho de nada, dejando un desván abarrotado y cada vez más lleno de sombras.

Entonces solo quedé yo, que heredé el miedo de mi abuela por los fantasmas del desván y también el apego de mi madre a los recuerdos que los alimentaban. Y ahora estoy aquí, a oscuras, tropezando con los muebles, haciendo crujir la madera. Ahora soy yo la que no existe y me siento en la mecedora de la abuela, que cada día chirría más, y abro la puerta para volverla a cerrar.

Ahora soy yo la que habito eternamente el desván, ese sitio al que no quería subir.

  • ¿Abuela, tú también estás aquí?


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