La extraña

Escribitón 2020. Quincena #8.

Paris – LODVG

Un enorme campo de lavanda se extendía junto al camino pedregoso por donde el pequeño Guillaume pasaba todos los días al amanecer, entre su casa y el pueblo. Sin embargo, mientras pedaleaba, su vista no se fijaba en el enorme espacio de color lila, sino que iba más allá, hasta la casa que se dibujaba tras él.

Aunque él no lo sabía, porque solo podía ver la silueta, una mujer sentada en el porche le devolvía la mirada. Cuando el niño se convertía en un puntito lejano, ella se levantaba par dar un paseo por su jardín, rozando con una de sus manos las margaritas amarillas iluminadas por el sol y sujetando con la otra mano una taza de su café favorito.

Esta especie de ritual matutino se repetía desde su llegada a la casa hacía un par de meses. La vida de aquel muchacho le producía mucha curiosidad, tanta que a veces esperaba encontrarse con él durante su visita semanal al pueblo, pero el encuentro seguía sin ocurrir. Otras veces, sin embargo, temía que verle a unos pocos metros rompiera el efímero momento que compartían.

Por supuesto, nada dura para siempre y ese instante terminó de forma inesperada.

Una mañana, a mitad de camino, la figura del niño a lo lejos desapareció. Fue entonces, cuando ella, sin pensarlo, echó a correr cruzando su jardín, sin tocar las margaritas, y atravesando el campo de lavanda hasta llegar al camino. Unos metros a su derecha, tirado en el suelo junto a la bicicleta, estaba el pequeño mirando fijamente sus rodillas ensangrentadas.

  • ¿Estás bien? –le preguntó sin acercarse.

Él levantó la cabeza, la miró y sus ojos se abrieron como platos, tardó varios segundos en reaccionar y asentir.

La mujer se encaminó hacia él mientras hablaba:

  • Venga, levanta, solo son un par de rasguños. ¿Cómo te llamas?
  • Guillaume -dijo el niño poniéndose en pie-. También tengo en las manos.
  • ¿Quieres que te acompañe a casa? ¿Al pueblo? O dondequiera que vayas.
  • No.
  • ¿No qué?
  • No puedo ir a ninguno de los dos sitios, no así.
  • ¿Por qué?
  • En cualquiera de los dos sitios me regañarán, sabrán por qué me he caído.
  • ¿Por qué te has caído?

Guillaume agachó la mirada avergonzado. Era evidente que echaba un vistazo a la lejanía y que no había visto la piedra que frenó la rueda delantera.

  • Vamos. Te limpiaré las heridas en casa, al menos así se fijarán menos.

El muchacho dudó. Pensó en sus amigos, en que quizás se preocuparían si no llegaba a tiempo, pero también pensó en que a ellos les encantaría saber dónde había estado.

  • Por cierto, me llamo Camille -dijo tras coger la bicicleta y comenzar a caminar.

Guillaume sonrió y siguió sus pasos.

Ninguno habló hasta que llegaron al jardín, donde ella dejó la bicicleta y subió las escaleras del porche para abrir la puerta.

  • Desde ahí -comentó, señalando hacia la barandilla del lado derecho-, te veo pasar todas las mañanas.
  • Pensaba que usted no me veía.
  • ¿Usted? Guarda eso para otros. Venga, entra y siéntate en el sofá, iré a por el botiquín.

El niño se sentó y sus ojos recorrieron todos los rincones de la casa porque no había ni una sola pared que separase las estancias, solo gruesos pilares que, según imaginó, impedían que el techo se viniese abajo.

  • ¿Te gusta? La casa era de mi abuela. Murió hace años y me dejó la casa, pero no lo supe hasta hace poco. Antes de venir pedí que tiraran todas las paredes abajo.
  • En el pueblo no lo saben.
  • ¿El qué?
  • Que la casa era de tu abuela.
  • En el pueblo no saben nada, por eso me miran raro.

Guillaume volvió a poner cara de asombro, la misma que puso antes cuando la vio aparecer.

  • ¿Crees que no me he fijado? No se fían de mí. Lo que no sé es qué dicen sobre mí.
  • De todo.
  • ¿De todo, eh? -preguntó riendo-. Sorpréndeme.
  • La señora Fournier ha hecho correr el rumor de que vienes de París y tenías una vida alegre. Aunque tampoco entiendo por qué eso tiene que ser malo.

Camille intentó aguantarse la risa mientras seguía limpiando una de sus rodillas.

  • El señor Bonhomme, el grandullón de la pescadería, cree que eres de la realeza porque tienes “unos modales exquisitos” y que has escapado, pero todo el mundo se ríe cuando lo dice.
  • Con que de la realeza… ¿Algo más?
  • ¡Claro! Las niñas de mi colegio dicen que eres un espíritu que cuida el campo de lavanda.
  • Vaya. Una pros… una mujer de vida alegre, una princesa y un espíritu. No habrá otras cosas… Había olvidado cómo son en los pueblos.
  • ¿Es verdad? –preguntó Guillaume.
  • ¿El qué?
  • Algo de lo que dicen. Menos lo del espíritu, eso queda descartado.
  • ¿Tú qué crees? Porque cuando me viste parecías asustado.
  • Estaba sorprendido. Nadie te había descrito, solo hablaban, y yo pensaba que eras como esas viejas brujas de los cuentos. Me daba miedo y por eso miraba siempre desde el camino, para asegurarme de que no te movías del porche y venías a por mí.

El niño se había puesto serio, pero ella no pudo evitar volver a reír.

  • Vaya, lo que faltaba… una bruja. No está mal para llevar aquí un par de meses. Mmm… Te contaré quién soy. Solo si me prometes que no se lo dirás a nadie y que vendrás a visitarme de vez en cuando para seguir contándome todas esas historias.
  • Primero cuéntalo y luego decidiré qué hacer.
  • Bueno, bueno… Menudo negociador estás tú hecho. Está bien, pero creo que voy a decepcionarte. Soy escritora.
  • ¿Escritora?
  • Así es. Escribo historias de ficción, como las que cuenta la gente del pueblo.
  • No conozco a ninguna escritora.
  • Pues hay muchas, pequeño Guillaume. En todas partes. Cuando vengas a verme, te hablaré de ellas y de los libros. ¿Te gustaría?

El niño asintió efusivamente.

  • Perfecto. Oh, por cierto, tampoco les digas que la casa era de mi abuela. Me reconocerían. Venía desde París a visitarla cuando era pequeña.
  • ¡De París! La señora Fournier acertó!
  • Es cierto… -contestó Camille -, pero mi vida allí no era nada alegre.
  • ¿Por qué?
  • Otro día, Guillaume, otro día…

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